martes, 16 de junio de 2009

Sostenida discusión con el diapasón.

Lo que pasa es que hace meses me desvelaban las melodías que me aturdían. Y recuerdo que desde que me iba a la cama lo sentía. Lo presentía al insomnio y a la danza de notas en mi cabeza. Es como algo, algo... tú sabes. Sé que lo has sentido, y que también te jode el sueño. Y que cuando estás a punto de conciliarlo, y estás convencido de haberte exorcisado la melodía del kókoro y crees que por fin dormirás bien, aparecen de nuevo los compases sonando fuerte. Tan fuerte, que jurarías que el estéreo está encendido y que la música no viene de tu cabeza. Y es casi compulsivo, ¿sabes?

Así que una noche, por fin, no aguante más y me levanté de la cama dejando a mi mujercita sola por ir a tomar el violín y a encerrarme en el estudio. Y me puse a tocar, o a intentar tocar lo que traía en la cabeza. Y era bueno, créeme, pero no era excelente. Y a la vez era malo porque no era lo que traía en la cabeza, porque lo que traía en la cabeza era diez, quince, veinte, treinta veces mejor. Y sin embargo no salía, no conseguía arrancarle al violín la perfección que me sacaba la lengua en mi cabeza. E intentaba anotarlo, pero no podía ¿sabes? Estoy convencido que a ti, que a los escritores les pasa lo mismo; que a ustedes también la obra se les va formando a la cabeza, tan perfecta y tan de prisa que no puedes escribirla, ni tocarla, ni expresarla por más rápido que talles, digites o mecanografíes. Y te aseguro, carajo, que era mi obra cumbre. Era de una genialidad indiscutible, pero no se reflejaba en las cuerdas, ni en las notas del pentagrama. Porque lo que no sabes, es que me agarré un pentagrama y empecé, según yo, a anotarlo. Y si anotaba, por decir mi-do-la y la ligadura terminaba el acorde ese y ponía otra ligadura que me llevaba a sol y continuaba con arco arriba en acorde si y sol y del sol ligadura a fa natural y... bueno, yo sé que de esto no entiendes; pero después de anotarlo me daba cuenta que no, que no carajo, que no era la cosa bella que se me movía en la cabeza, que resonaba en mi cabeza.

Y dejaba de escribir y volvía a darle al violín, ya sabes, trán-trán-trún-trán, con todas las ganas, con toda la fuerza del arco, sin darme cuenta, claro, que todos en la casa estaban dormidos. Y de repente empezó a estar bien. Empezó el rapport entre mis dedos y la melodía de mi cabeza... hasta que entró mi mujer a preguntar qué hacía tocando a esas horas. Pero carajo ¡por fin iba llegando! ¡por fin me iba acercando! Por fin, por fin lo que iba tocando empezaba a cobrar sentido, empezaba a emparejarse con lo que traía en la cabeza. Y ella llega y me interrumpe, y me saca del tiempo. Y yo, no sé si sin quererlo o sin pensarlo, le aventé el bote de resina.

Aquí, mira, aquí en medio de la frente le fui a dar. Y ella sólo cayó al piso y yo cerré la puerta. Y seguí tocando, ¿sabes? No lo pensé ni un segundo, seguí tocando toda la noche sin volver a acercarme a eso, a la obra maestra que desfilaba entre mi cabeza.

Eventualmente amaneció, y yo rompí en mil partes esos esbozos, esas mierdas de partituras. Y el violín, bueno, el violín fue a hacerse pedazos contra la banqueta frente a mi ventana. Me serené tantito y salí del cuarto para dar con que mi mujer seguía ahí tirada. Sin pulso. Muerta.

Por eso estoy aquí, por eso tengo un número que todavía no me he aprendido. Así que dime, escribano ¿Mi historia se merece un cuento, o una novela?

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